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Paisajes culturales: lugares donde la naturaleza y la historia se funden, por Mauricio Folchi


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La noción de “paisaje natural” nos hace olvidar que no sólo la naturaleza, sino también las sociedades crean paisajes. Para vivir, los grupos humanos modifican el espacio, al mismo tiempo que desarrollan cierta forma de vida que les es propia: domestican especies, transforman el relieve, hacen caminos, canalizan los ríos, entre otras actividades. De esta forma, a lo largo de la historia se van formando paisajes que son resultado de la acción humana en interacción con la naturaleza. Estos son los llamados paisajes culturales.

Ahora bien, no todos los lugares intervenidos por el hombre constituyen paisajes culturales. Un paisaje cultural supone la existencia de un conjunto de prácticas tradicionales, propias de un grupo o sociedad, las cuales tienen como resultado la formación de cierto paisaje caracterizado por una riqueza biológica y una calidad ambiental dadas, el cual actúa como soporte de las formas de vida de ese grupo y elemento esencial de su cultura. Por lo mismo, estos paisajes tienen la capacidad de perdurar en el tiempo.

La dehesa, el viñedo y el bocage, son ejemplos paradigmáticos de paisajes culturales en Europa. En nuestro país existen muchos lugares que también merecen esta calificación: los espacios de pastoreo de las comunidades aymaras  en la Provincia de Arica, las comunidades agrícolas de algunos valles del Norte Chico como Los loros o Quilimarí, las huertas urbanas de La Pintana en Santiago, las salinas de Cáhuil  al sur de Pichilemu, los bosques nativos de la Cordillera de la Costa manejados por cumunidades mapuche-huilliche y mapuche-lafquenche, las estancias ganaderas de Magallanes, entre otras. Todos ellos han sido moldeados por un conjunto de prácticas productivas combinadas con la acción de la naturaleza. Todos ellos tienen un aspecto muy característico, albergan sistemas productivos y formas de vidas típicas, consolidadas a lo largo de la historia. Ese conjunto de elementos visuales, económicos, sociales y culturales que poseen los convierten en paisajes únicos.

Así, por ejemplo, la dehesa —paisaje característico de la Península Ibérica— es un sistema agroforestal constituido por pastos herbáceos, salpicado de árboles (en su mayoría encinas, robles y alcornoques), con esporádica presencia de matorral. Este paisaje se formó a mediados del siglo XIX, modelado por la ganadería extensiva, asociada a la propiedad comunitaria del monte y al uso integral del mismo. Los árboles proporcionan leña, de la corteza de los alcornoques se extrae el corcho, mientras que las bellotas, especialmente de las encinas, constituyen la base de la alimentación del cerdo ibérico, con el que se produce el famoso y exquisito “jamón de bellota”. Desde el punto de vista biológico, es un agroecosistema de notable diversidad, sustentado en un sinnúmero de relaciones simbióticas.

La dehesa, después de algunas décadas de retroceso bajo los embates de la modernización agrícola, ha sido recientemente redescubierta en su valor ecológico, económico y cultural, y hoy es objeto de conservación en su condición de paisaje patrimonial  El ejemplo de la dehesa nos lleva a preguntarnos en qué radica y cuál es valor de los paisajes culturales. Para responder esta pregunta es necesario hacer una breve digresión.

Quien haya visitado un monumento histórico ha comprobado que lo que uno experimenta al contemplar estas obras es una especie de sobrecogimiento por su grandeza y belleza. Situados frente a estos vestigios de la historia, no podemos evitar emocionarnos al pensar en las personas que vivieron o murieron en esos lugares. Al mismo tiempo, procuramos comprender a la sociedad que nos legó estas construcciones e intentamos descubrir el significado de los distintos elementos que observamos. Todo ello hace de la visita una experiencia cargada de sentido; un momento especial en nuestras vidas, cuyo recuerdo atesoramos.

Cuando tenemos el privilegio de recorrer un área silvestre conservada admiramos su belleza y magnificencia. Sentimos cierto estremecimiento ante el poder de una naturaleza capaz de moldear ese paisaje; de levantar montañas y tallar acantilados, de tapizar las rocas con vegetación y hacer que la vida se reproduzca y expanda. Hacemos un esfuerzo por percibir y disfrutar toda su riqueza usando todos nuestros sentidos. Al mismo tiempo, pretendemos descifrar los procesos geológicos cuyos indicios advertimos, intentamos reconocer las especies que observamos y descifrar las relaciones que existen entre ellas. Finalmente, claudicamos ante la sabiduría y perfección que representa todo ello.

Éstas son experiencias muy semejantes en escenarios distintos. En ambos casos tenemos emociones asociadas a ciertos valores, y dotamos de sentido los elementos que observamos en base al conocimiento que tenemos. Y como resultado de esta experiencia emocional y cognitiva, tenemos la sensación que nuestro propio espíritu, de alguna manera, crece.

El valor de los monumentos históricos y de los paisajes naturales es algo que difícilmente puede discutirse, la necesidad de conservarlos en su calidad de patrimonio, tampoco. Dicho esto, podemos responder la pregunta planteada más arriba ¿Cuál es valor de los paisajes culturales?

Los paisajes culturales tienen el mismo valor que los paisajes naturales y los monumentos históricos, porque los paisajes culturales son ambas cosas, son una manifestación de la dinámica natural y un vestigio de nuestra historia; son lugares donde la naturaleza y la historia se funden ¿Qué valor tienen, entonces? Tienen todo el valor que nosotros seamos capaces de reconocer en ellos. Al igual que ocurre con los paisajes naturales o con los monumentos históricos, los paisajes culturales no tienen un valor intrínseco; sólo tienen valor para para la sociedad que los aprecia y decide conservarlos o destruirlos.

Los habitantes de un paisaje cultural tienen razones de sobra para considerarlos valiosos. De la conservación de esos paisajes depende su reproducción material y todas las prácticas culturales asociadas a ésta. Por lo mismo, estos paisajes están indisolublemente ligados a los sentimientos de identidad y a la conformación de las identidades colectivas, pero no sólo de los moradores de estos lugares sino de todos quienes se identifiquen con ellos.

Por otra parte, estos paisajes están provistos de una belleza escénica indiscutible. Tienen todos los elementos naturales que consideramos bellos, pero a la vez tienen cierto orden y policromía antrópica que refuerza su valor estético. Son, por otra parte, un nivel de organización de los sistemas ecológicos, soportes de biodiversidad, conectividad y otros procesos.

Por último, estos paisajes tienen valor histórico. Oliver Dolffus se refiere a ellos como “historia sedimentada en el suelo”. Los paisajes culturales son resultado de la historia y, en consecuencia, son una especie de documento que nos cuenta cómo eran las sociedades del pasado; cuáles eran sus necesidades, sus conocimientos y sus creencias, con la salvedad de que hablamos de sociedades vivas, cuya continuidad depende la conservación de estos paisajes.

Los paisajes culturales encierran una multiplicidad de valores: ecológicos, estéticos, productivos, sociales y espirituales. Por lo mismo, constituyen parte de nuestro patrimonio, porque son un símbolo y la materialización de esos valores que hacen de nosotros lo que somos, lo que fuimos y lo que queremos ser, como individuos y como sociedad.

Mauricio Folchi Donoso, Doctor en Historia Económica, Universidad Autónoma de Barcelona. Académico del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile.

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